El precio del deseo · 3ª parte
Situada en el centro de la mesa se encontraba una botella de vino Vega Sicilia Único 1962. A ambos lados de ésta, y posicionadas estratégicamente entre el resto de elementos que recreaban una escena con tintes románticos, dos velas reflejaban sobre el mantel el carmesí del interior del recipiente, atravesando el cristal gracias al brillo de sus llamas en constante contoneo. Tres serían los platos que degustaría esa noche el señor Vanderbilt junto a la mejor compañía posible; no podía ser otra más que la de Catherine.
Las palabras fueron sucediendo, conformando frases que, si bien no parecían interesantes por su banalidad, hacían que ambos centrasen su atención el uno en el otro como si no existiera nadie alrededor. Dos tiernas miradas cuyo significado se podía adivinar sin necesidad de hablar. Miradas que se mantuvieron durante toda la velada… Tres minutos fueron los que tardaron en abandonar el restaurante. Exactamente los mismos que les llevó subir hasta su habitación del hotel.
Se envolvieron en un ansiado beso después de escuchar la puerta cerrar tras de sí, sabiendo que ya nadie les molestaría. Dos caricias tuvieron comienzo en el rostro de la mujer para terminar bajando lentamente el vestido que lucía. Tres eran las manos que deseaba tener el hombre en aquel instante.
Una noche… Una noche nada más. Y ella desaparecería de nuevo. Dueña del reino al que pertenecía su corazón. La única que le hacía sentir algo real.
Catherine era una reina, sí. Pero una que no necesitaba ni reyes ni castillos… tan sólo sus riquezas. Comstock no veía aquello como un problema; no al menos uno grave. Ambos sabían las condiciones, y aunque él quisiera otras no tenía más opción que conformarse. Esta mujer despertaba en su interior sensaciones que creía haber olvidado… Así pues, ¿por qué no vivirlas? Aunque cierto era que el precio a pagar por su compañía iba más allá de los caprichos en forma de joyas o lujosos planes. Era uno más alto e, inevitablemente, más doloroso para sí mismo…
El precio a pagar era la soledad con la que Catherine le dejaba después.
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