Rey ahogado

Entre todas las opciones posibles, nadie en su sano juicio optaría por acabar su existencia «ahogado». Sea cual sea la acepción desde la que se parta para dicha palabra, todas implican un final agónico.

Refiriéndonos al más extendido y literal de sus significados, la probabilidad de que ocurra está por debajo del 0,1%. Dicho porcentaje se traduce en una posibilidad entre más de mil aproximadamente. Pese a todo, y por crudo que suene, no es el peor de los desenlaces.

Cierto es que al concluir la existencia los problemas desaparecen. No obstante, el peor de los escenarios surge cuando lo físico queda intacto mientras el interior se ahoga sin remedio. Para entender esto debemos acercarnos a la representación que mejor encaja en el plano mental, descubriendo así que todos esos valores y porcentajes relacionados con la 1ª de las acepciones pierden el sentido al instante: no hay mediciones reales ni una forma clara de evitarlo.

Nuestro mundo es un océano en el que ya no quedan maderos a los que aferrarse en un vago intento de seguir a flote. Un lugar donde la avaricia se había apoderado de las personas gota a gota, corrompiéndolas lenta pero incansablemente. Una sociedad cimentada en el ego y el odio junto a una constante idolatración del «Yo».

Athos entendía a la perfección la carga que conllevaban dichos detalles. Día a día se sentía ahogado en una interminable espiral de emociones. Sofocado por la realidad. Manteniendo el equilibrio en la delgada línea que separaba lo justo de lo necesario.

Sin embargo, se creía el rey en su propia partida de ajedrez contra el mundo, tratando de localizar la manera de purificar tanto desorden y hallar paz en su fuero interno.

Aún sin encontrarse en jaque era incapaz de realizar ningún movimiento… Pero contaba con unas «tablas por rey ahogado» que le otorgarían el tiempo suficiente para pensar… Y, sobre todo, para actuar.

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